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Más allá de los trastornos y graves inconvenientes que provocó, el ataque cibernético, en el normal desarrollo del servicio de justicia, también, desnudó la fragilidad de toda una estructura que, en muchos aspectos, se mantuvo al borde del colapso.
El problema –como es de público y notorio- de los Juzgados de Minoridad y la Familia es un claro ejemplo de ello. Sólo por citar un caso que, además, tiene su espejo en otras circunscripciones como Sáenz Peña.
La morosidad extrema es un problema irresuelto que se debe más bien, a no querer aceptar ciertas realidades, que al compromiso de depurar lo contaminado. Desechando simpatías y compromisos.
Tanto es así, que la información que nos fueron proporcionando acerca de la verdadera magnitud de los daños sufridos y lo que se iba recuperando, se anunciaba con cuentagotas y siempre sujeta a estimaciones. Toda apreciación descriptiva de la evolución de los hechos quedaba supeditada a una inevitable condicionalidad.
No es caprichoso este comentario, ya que solo se dijo que el ataque cibernético (no hackeo, aclararon) se reducía a la introducción de un virus que impedía el acceso a la información. Cuando dicha embestida significaba haber instalado en sus servidores un código malicioso (“malaware” del tipo “ransomware”) que no sólo involucraba la información, sino que se propagó en toda la infraestructura del Poder Judicial, implicando el acceso a cada uno de sus servidores y cada una de las computadoras de escritorio con que cuentan los Tribunales.
Sin embargo, la fortuna jugó a favor y sólo se afectaron las máquinas que estaban encendidas y de quienes se manejaban en modo remoto.
Si consideramos que la agresión se produjo en plena feria o receso estival, el daño se redujo significativamente.
En otra fecha, hubiera sido devastador.
Nunca se admitió un perjuicio en su real magnitud. Siempre se habló de un ciberataque que afectó el funcionamiento del sistema y que, prontamente, el mismo sería reestablecido. Jamás se advirtió que las máquinas de cada escritorio podían haber quedado infectadas, sino que esto había ocurrido solo en algunas de ellas.
En rigor, se habilitaron otros ordenadores y otras impresoras en un intento improvisado por decir que estaban funcionando. Pero ninguna computadora volvió a ser encendida o conectada a la red central informática sino hasta hace muy poco tiempo. Y si se ingresa en cada causa el monitor les devuelve su pantalla vacía.
Se ha perdido muchísima información y no lo dicen, porque una buena parte, será irrecuperable.
Corresponde hacer notar que en el desconcierto provocado por el impacto inesperado (y no previsto) los reflejos funcionaron tardíamente. En Sáenz Peña la mayoría del personal de la Dirección de Tecnología de la Información (DTI) se encontraba de vacaciones por la feria y debieron haber sido convocados ya que la emergencia los requería, pero no se tomó esa decisión y, consecuentemente, ralentizaron el proceso normalizador.
Actualmente, para el mantenimiento de 400 máquinas –es el número estimado en la 2da circunscripción judicial- la DTI sólo cuenta con 4 personas.
Agregando las impresoras, hay que rezar para que no sufran inconvenientes en simultáneo porque el material humano, como se advierte, es escaso.
Pero tenemos aquí, otro ejemplo de cómo es el desempeño de la estructura judicial. Siempre al límite del precipicio.
En este escenario de confusión los Colegios de Abogados del interior se convirtieron en voceros o portavoces del STJ chaqueño y no existen signos de la menor rebelión de parte de los abogados, frente al cúmulo de desaciertos. Más allá de la presentación del Colegio de Resistencia que judicializa una investigación necesaria, en una actitud que los exceptúa de la obcecación generalizada.
Mientras tanto, desde el Máximo Tribunal provincial avisan que determinados servicios recuperaron su funcionalidad. Afirmaciones que se ven desvirtuadas por una realidad que nos demuestra todo lo contrario.
Pero en sí, el objetivo era y es publicitar que las cosas están volviendo a su cauce normal.
Circunstancia que no se verifica en los hechos y se siguen comunicando “módulos instructivos” que nos explican las soluciones provisorias hasta tanto haya soluciones definitivas.
Es probable que obedezca a que antes del ataque en cuestión tres (3) servidores informáticos abastecían tanto a los juzgados como a los profesionales del derecho, y que, por ahora, contarían con solamente uno, lo que acarrea colapsos reiterados y permanentes.
Decir que ya se ha puesto en marcha el sistema aunque no lo esté, -y no lo estará- al menos en los próximos meses, se ha convertido en una aspiración impostergable.
La visión crítica de muchos sectores, al por qué se llegó a esta situación, los fastidia sobremanera.
Lo que en su momento era el ejemplo a seguir –pero sin las precauciones del caso- hoy es un padecimiento insufrible.
Lo cierto es que se contaba con la asistencia técnica de la empresa VEAAM, pero se contrató otra consultora más calificada para la determinación de la magnitud del perjuicio ocasionado por el “hackeo” y, consecuentemente, los pasos a seguir.
Estos profesionales que asesoran y traen su personal altamente capacitado suelen cobrar por hora y en dólares.
Según lo manifestado por los propios representantes del STJ estaban trabajando dieciséis (16) horas por día para conseguir el restablecimiento del sistema digital.
A la vez, se adquirieron servidores. Al menos uno. Es que, con los que contaban debieron ser desactivados, aunque es muy probable que se recuperen.
Resulta difícilmente creíble –sin desmerecer a nadie- que toda la tarea de recupero, verificación y clasificación de archivos haya quedado en manos, únicamente, de la DTI (Dirección de Tecnología de la Información).
Ello exige mano de obra idónea y competente, que coordine un procedimiento.
Por eso, cuando se habla de superar esta vicisitud deben contemplarse todos los costos involucrados. Y es de suponer, que harán público los montos detallados de cuanto se debió gastar para salir del infortunio. Sobre todo, cuando la desventura haya concluido.
Porque no se trata de salir de la coyuntura a como dé lugar. Hay que hacerse cargo de las consecuencias.
Y ello exige hablar de costos.
Los costos del atraso en el trámite de los expedientes. Los costos de los colegas que no pueden avanzar y, por ende, cobrar sus honorarios. Los costos de los justiciables que exigen soluciones y no las tienen con la inmediatez que cada caso exige. Los costos que trae aparejada la ausencia de certidumbre.
Toda imprevisión conlleva un precio que pagar.
Esperaremos con infinita paciencia que, en algún momento, se sepa cuáles fueron los verdaderos costos de este descuido fatal.

Por Aldo Daniel Ávila